José
Malévic, al que llamaban “el misionero”, decidió partir a la gran ciudad para
vender sus tallas de madera. Tenían la forma de los animalitos de su tierra:
pájaros, jaguares y yacarés. Les daba color con pigmentos que preparaba el
mismo, con yuyos, polvos o tintas de
ciertas plantas.
Para
viajar de forma económica, concretó con
un brasilero que cruzaba la frontera cada quince días.
Habían hecho cierta amistad en la fonda del
pueblo, donde ambos coincidían compartiendo mesa con un guisito carrero o un trozo de asado de algún bicho del monte.
Guilberto
Gimaraes se llamaba el hombre. Le contó entre vino y vino, que lo crió una
cocinera tuerta, cuando su madre murió atropellada por un caballo desbocado. El
rodó de sus brazos y solo sufrió pequeños rasguños. Desde entonces, ella lo fue
todo para él.
A su
madre la recuerda sola, tomando mate en el patio de su casa.
Y le dijo que jamás volvió a saber de su
padre, un mulato buen mozo y diestro bailarín, que gustaba de las mujeres, la
cachasa y las fiestas.
En el
pueblo se rumoreaba que el camionero, junto con la madera, llevaba contrabando.
No se sabía qué, nadie vio nada, pero era un hecho.
En esa
fonda tocaba el acordeón su amigo Jordán y fue quién lo entusiasmó para que viajara a Buenos
Aires.
¡Era hermoso escucharlo! El día que se despidieron parecía que del
instrumento caían chorros de agua y peces…
Camino
a la capital, José Malévic venía cebando mate. En un peaje cerca de Entre Ríos,
los paró gendarmería. Al misionero le
arrebataron el bolso y volcaron todas sus tallas sobre el asfalto. Con la
culata del arma, las fueron rompiendo una a una. ¿Buscando qué?
En un
descuido, José echó a correr hacia el monte.
Sin
mediar una voz de alto, un tiro certero lo dejó quieto en la ruta, ante la
mirada azorada del contrabandista, que esa vez no llevaba nada ilegal.
A sus
pies, los pequeños trozos de madera se perdían entre los altos yuyos de la
banquina, en una ruta solitaria donde cantaban los grillos ajenos a todo.
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