El joven italiano, en su viaje hacia América hace ya más de un año, conoció a unos paisanos que se radicarían en el sur de la provincia, más precisamente en Mar del Plata.
Hijos y nietos de pescadores en su Italia natal, vienen contratados para lo que saben y están preparados. Agostino se radica en La Boca. Invitado a visitarlos, viaja a la ciudad portuaria y se aloja en casa de uno de ellos, de su mismo pueblo.
Una madrugada primaveral, parten del pintoresco puerto en un barco amarillo, ícono del lugar, pero quedan cientos anclados en espera de su partida, en compañía de mansos lobos marinos. Nada hacía prever que a los pocos kilómetros de la costa, se desataría una feroz tormenta, poniendo en serio peligro a toda la tripulación.
El navío era una cascarita en medio del oleaje…
Agostino recordó entonces una madrugada igual, en el lejano mar de Ligure, cuando debió enfrentar una tormenta semejante, pero en una frágil barquita a remo, con la única compañía de un perro flaco que lo miraba como entendiendo.
Bajo un cielo negro cruzado por la luz vertical de los rayos, remaba contra inmensas olas. Solo se escuchaba el rugido del mar enfurecido, y los truenos que segundos después de lo relámpagos, hacían más tétrico el momento. Era su lucha solitaria contra la furia desatada de la naturaleza, que se podía transformar en hostil en cuestión de minutos.
Esa misma furia, también en minutos podía llevarlo nuevamente a la calma, y el cielo, rajándose en el horizonte, volver a mostrar un azul glorioso.
Siente entonces que la barca vuelve a mecerse suavemente, los remos otra vez son dueños de las aguas y que retornará a puerto con la pesca del día.
En eso pensaba Agostino en medio de la tormenta, tan lejos de su mar de Ligure, mientras luchaba junto a sus compañeros contra un mar que tanto puede ser amigo, como transformarse en la tumba no deseada.
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