Mientras iba hacia la clínica pasaron por mi cabeza miles de casos que llegaban a la Oficina de Defensoría de la Mujer.
Que mi amiga Julia fuera otro caso me superaba.
El dolor que sentía y el deseo de verla me involucraban de tal manera que no podía pensar en esto con tranquilidad.
Dejé el auto estacionado en una calle paralela a la avenida Andrés Baranda donde se encontraba el sanatorio. El viento fresco de esa tarde de fines de agosto me dio en la cara devolviéndome al mundo. Atravesé dos puertas de vidrio entre un montón de gente que iba y venía ajena a mi angustia. En el ascensor topé con mi cara en el espejo y vi con asombro que el maquillaje estaba impecable y que mi dolor no aparecía por ningún lado.
Cuando llegué a la habitación 307 la puerta estaba entreabierta. Me asomé con cautela buscando a Julia. Allí estaba detrás de una infinidad de vendajes que le cubrían totalmente la cara. Sólo los ojos tenía descubiertos y se le iluminaron cuando me vio. Levantó la mano en señal de que entrara.
Me acerqué a la cama pasando por delante de una mujer que no conocía.
Le besé la mano y la apreté entre las mías.
Estaba monstruosa, cerca de los ojos la piel violeta e hinchada se asomaba entre las vendas.
Nos quedamos un rato así. Un largo rato en donde flotaban todas las preguntas que Julia no podía contestar.
Entró una enfermera y nos pidió que nos retirásemos un momento.
En el pasillo, la señora que no conocía, me dijo: —Soy Carmen la vecina del 3° B, yo la llamé. Julia tiene un anotador y una lapicera en la mesita de luz y cuando salió de la anestesia poco a poco se fue conectado con la realidad. ¡Menos mal que el suero se lo colocaron en el brazo izquierdo!
—¿Qué pasó? Pregunté.
—No sé, escuché gritos y un portazo, después el ruido que hace el
ascensor, que es infernal. Al rato tocaron mi timbre y oí un susurro:
—Carmen, Carmen…Cuando abrí la puerta la vi toda ensangrentada.
Apenas la hice entrar se desmayó. Llamé a emergencias. Eso fue ayer a la mañana. Intervino la policía. El marido y el cuñado están presos. Bueno, no exactamente presos, demorados en averiguación de antecedentes.
En un instante pasaron por mi cabeza las conversaciones que había tenido con mi amiga por teléfono.
Hacía quince días que no la veía porque mi hija tenía varicela y como
ella cuidaba por las mañanas a un bebé temía contagiarse.
Me contó que estaba muy nerviosa con su primer final.
Había terminado el bachillerato de adultos el año pasado y comenzó abogacía. Iba a preparar una materia con un compañero de facultad, un tal Martín Ferris. Me lo había nombrado en otra oportunidad.
Le pregunté si Eduardo, su marido, lo sabía. Me dijo que sí, por supuesto.
Eduardo era chofer de autobús en una empresa de turismo. Hacía viajes de larga distancia y estaba bastante tiempo fuera de casa. Aprobó con entusiasmo lo de su carrera.
Le insistí sobre lo del compañero de la facu y Julia se reía. Comentó que
su cuñado Cristian era medio guardián y mientras ellos estudiaban no se apartaba del comedor con la excusa de cebarles mate.
Cristian hacía un año que vivía con Julia y Eduardo. Se había quedado sin trabajo y no podía pagar el alquiler, por eso momentáneamente estaba
allí.
Según lo que me dio a entender Julia no se esforzaba demasiado por conseguir un empleo y frecuentaba unas reuniones religiosas en donde se estudiaba la Biblia.
Ella no estaba nada bien con esta situación pero Eduardo le había prometido que en el verano cuando el trabajo se complicaba iba a tratar de ponerlo de chofer.
A ellos les iba bien. Eduardo compró con un socio una nueva unidad para transporte de pasajeros y el departamento de tres ambientes que alquilaban lo tenían apalabrado para comprarlo.
No me entraba en la cabeza que Eduardo fuera un tipo violento. Es más, lo había visto jovial y cariñoso con Julia. Pero bueno, las intimidades de una pareja a una por más observadora que fuese…
Salíamos con ellos. A veces venían a casa a cenar y jugábamos a las cartas. A mi hija la adoraban.
Julia me confesó que cuando se recibiera y el departamento estuviera pago buscarían ese embarazo que tanto los ilusionaba.
La enfermera salió de la habitación y nos dijo: —pueden pasar.
Me acerqué nuevamente a la cama, arrimé una silla y me quedé sosteniéndole la mano. Carmen se sentó del otro lado.
Permanecí en silencio no sé cuanto tiempo, hasta que le dije que había dejado a la nena con mi madre y debía marcharme.
Julia señaló la mesita de luz.
—Quiere la lapicera y el anotador. Dijo Carmen.
Se los alcancé.
Con dificultad Julia escribió algo y me lo dio. Leí con estupor: FUE CRISTIAN.
Mientras tanto en la cárcel Cristian se paseaba de un lado a otro leyendo en voz alta, casi a gritos.
“La angustia me oprime
Por ti, oh hermano mío, Jonatan!
Tú eras toda mi delicia:
Tu amor era para mi más precioso
Que el amor de las mujeres.”
2 Reyes, I, 26