Camino en la mañana soleada de otoño por calles desiertas. Solamente las cruza algún gato flaco y otros juegan con su propia sombra. Una gata de ojos soñadores amamanta a sus crías.
Voy despacio, sin prisa, entre construcciones pequeñas con puertas de ornamentadas rejas y vidrios de colores, que despiden reflejos en el sol mañanero. Por momentos me agacho para mirar en su interior: lo adornan costosos jarrones con flores, cortinas bordadas, antiguos portarretratos y crucifijos de reluciente plata. La mayoría está coronada por bellas esculturas de ángeles y angelotes de protectoras alas. Todas blancas en el aire puro.
Algunas de hallan en ruinas por el paso del tiempo, con sus ladrillos centenarios cayendo sobre sí mismo. Ninguna flor las alegra.
Pasa un hombre en bicicleta con una escalera al hombro, una viejita de mantilla negra de caminar tembloroso y dos jóvenes bullangueros con sendos ramos frescos y coloridos.
Oigo rumores. Se mezclan voces lejanas alrededor mío, risas y llantos. Siento el hálito de mujeres de otros tiempos…
Cruza junto a mí Mariquita Sánchez con paso lento debido a sus años. Imagino que irá a San Isidro, a la casona donde reinó en saraos con lo más granado de la sociedad patricia; o quizás se dirige a su casa de la calle Florida, donde a principio de siglo se cantó el himno por primera vez. Ese glorioso piano espera mudo en el Museo de Historia en Parque Lezama.
Oigo pasos leves y creo ver a Camila O´Gorman, que sollozando suavemente se pregunta, ¿por qué Manuela Rosas no pudo salvarme como me prometió? Le daría cobijo en la Casa de Retiros Espirituales, donde también hay un piano mudo que le había mandado su amiga.
Mi corazón asombrado ve pasar a Felicitas Guerrero, envuelta en vaporosas gasas; va camino al templo que levantaron sus padres en Barracas, donde oficiarán una misa por su alma.
Ya más cercano en el tiempo, escucho el caminar ligero de Victoria Walsh: seguramente se dirige al Tigre, donde la espera su padre Rodolfo. Recostados en el césped, juntos leerán escritos políticos y proclamas, viendo correr, allá abajo, las aguas mansas color marrón.
Todas ellas amaron y fueron amadas.
Hoy las escucho y las veo en estas callecitas blancas de sol.
Y sigo caminando por la Recoleta como una turista más, entre tumbas monumentales y cipreses que crecen hasta el cielo.
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