jueves, 15 de agosto de 2019


                                          Mosquetas rojas para Gustavo 
                                                                  por Gladys Velez


"La mudanza fue abrumadora. Primero embalar todos los trastos frágiles en canastos, luego la ropa, más tarde el traslado de muebles y electrodomésticos. 
 Cuando llegaron a la casa recién comprada ya se habían olvidado del trabajo agotador que había demandado la mudanza, aunque aún faltaba lo peor. 
   En la vereda de la calle 26 de Julio, un rubio gordinflón realizó un inventario minucioso de todos los bienes, que pasarían a ser, junto con los de sus vecinos nuevos, patrimonio del barrio.
   El camión por fin se fue. 
   El pequeño rubio gordinflón se presentó como Gustavo, el vecino. 
   -La verdad, yo no me llamo Gustavo, pero mi nombre no me gusta. Enseguida comenzó a preguntar: 
   -Ella, ¿Cómo se llama?
   -Ella, Nati.
   -¿Y ella?
   -An
  -¿Y vos? 
  -Delia
  -¿Y él?
  -Esteban.
  -¿Y ese quién es?
  -El papá
  -¿Y cómo se llama?
  -Pedro
  -¿Y tu mamá, cómo se llama?- preguntó Delia en un intento de acelerar las relaciones vecinales.
  -Ángela
  -Y vos, ¿Cuántos años tenes?
  -Así...- Dijo juntando cuatro dedos regordetes y ocultando el pulgar-. Pero ya voy al colegio, sé contar y escribir. 
   -¡Qué bien! 
   La cocina de Ángela, pegada al patio de Delia, tenía la mágica virtud de su dueña, perfumaba todo lo que la rodeaba con exquisitos aromas. 
   Ella enharinada, radiante de felicidad, preparaba sus manjares al son de viejas canciones italianas, con voz clara, brillante."
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en Estación Bernal. Primera edición, Buenos Aires: El Escriba. 2009. Páginas 19 y siguientes. 






                              Carta al padre
            "Queridísimo padre: 
                     Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, solo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio " 
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    La carta al padre fue leída a su amigo Max Brod, a la madre Julie Löwy y a la menor de las tres hermanas, Ottla. Ottla fue la única de la familia que se casó con un no-judio, y tuvo un espíritu animoso e independiente hasta el final de su vida. Se divorció de su marido, para salvarlo a él y a sus hijas de los nazis, y ella murió en la cámara de gas, en Auschwitz en 1943.  








jueves, 1 de agosto de 2019


 Hoy presentamos a dos escritoras quilmeñas: Irene Gitelman y Norma Tozzi.


Los invitamos a disfrutar de la lectura de sus textos.


                                                                   Salvatierra

   Me impactó. Si eso busca el autor en esta obra, conseguirá muchas emociones encontradas y cruzadas.
     El poeta actúa versus el pintor; plasma en letras lo que Salvatierra pincela las telas.
   Todo un recorrido en imágenes suplantando el vivir cotidiano, los amores, los sueños, alegrías y tristezas, las costumbres, el paisaje. Ingenioso estilo de describir la vida.
     Los secretos de familia, las relaciones paternales escondidas.
     El sobresalto de la verdad y la reconciliación final.
     Una pequeña joya literaria donde el estilo realista se intercala con la auténtica poesía.
    Pone en duda y en interrogante: ¿Qué es más importante la imagen o la palabra?
      
                                                                                                                                                                  Irene Gitelman


                                                   La mancha

  Estoy en esta sala, ya recuperado de las heridas de mi mano izquierda. 

  Todo empezó allí, acostado en mi dormitorio; evidentemente al vecino se le rompió un caño y la humedad comenzó a pasar a mi cuarto. 
  Al principio era una mancha pequeña, parecida al sombrero de una mujer: con los días se le fueron agregando plumas y otros adornos a un costado. En semanas, la manchita se transformó en un castillo con torres y almenas, en cuya puerta esperaba una calesa; al mes, éste se hallaba rodeado de un bosque de frondosos árboles, desde donde partía un sendero que se perdía camino abajo, terminando detrás del espejo de la cómoda. 
  Una tarde gris, subiendo a una silla toqué sus contornos; en el momento que mi mano izquierda se deslizaba por su superficie, un gnomo orejudo, con cara de loco, salió de entre los árboles y tomando mis dedos con fuerza, les asestó un duro golpe con el hacha que sostenía. 
   Fue lo último que recuerdo.

   El tiempo parece eterno en este sitio.
   Mi mujer viene cada vez más espaciado; a los chicos no los quiere traer: dice que no nos conviene, ni a mi ni a ellos. ¡Pero los extraño tanto!.
   Cuando me dejan levantar, miro por la ventana enrejada y veo gente que camina por los descascarados pasillos o los jardines vacíos de flores y pájaros; siempre solos, siempre ausentes.
   También veo pasar a los de guardapolvo verde; ellos sí, van de a dos o de a tres, charlando y riendo.
    Algunos me ven a través de los vidrios de la ventana enrejada, y saludan levantando su mano.
    Yo les contesto y sonrío con esperanza.
    Mucho me asusta el sonido penetrante de las sirenas de ambulancia entrando y saliendo a cualquier hora, pero más me aterrorizan los gritos animales que se escuchan ciertas noches. 
    Entonces me tapo la cabeza con la frazada y casi no me atrevo a respirar. 
   
   Hace muchísimo que mi mujer no viene. 
   Ya no tengo más mi ropa, ahora visto pantalón y casaca gris, zapatillas y un jersey viejo cuando hace frío. ¡Cómo extraño esos guantes de lana marrón que tenía de chico! 
   La comida es rica, lo que sí, nunca comemos carne asada: dicen que se debe cortar y aquí no nos dan cuchillo. 
   Ahora yo también camino por los pasillos descascarados y el jardín sin flores ni pájaros. 
   A veces alguien me sonríe y siento alegría, casi, casi, felicidad. 
   Lo único que añoro es un teléfono a mano para escuchar la voz de los chicos. ¡Ya deben estar grandes! 
  Pero me armo de paciencia y pienso que, a lo mejor, este año me dejan salir. 
  Mi mano ya esta curada. 

 Norma N. Tozzi. Negro sobre blanco:cuentos en colores Buenos Aires: El mono Armado, 2009. p83-84