Lian Mei
Teresa, mi amiga del secundario, me invitó a pasear por La Boca.
El trabajo en el supermercado ese domingo había sido agotador. Mi padre advirtió mi cansancio y me dejó la tarde libre.
La luz de enero ese día era alegre y se multiplicaba en el brillo de la instalación. “Forever Bicycles” era una obra monumental que se erguía audaz y cálida en la vereda frente a la Fundación Proa.
Teresa sacaba fotos y más fotos; mientras mi espíritu vagaba transido por la visión de otra bicicleta.
Hace años, cuando pequeña, mi abuelo me iba a buscar al Jardín maternal. El Jardín estaba en una calle con un nombre que me remitía a un cuento “El Dragón Dorado”. Esa época fue la más hermosa de mi infancia.
Un día, no hace mucho, la directora del Jardín fue a comprar al supermercado, me reconoció en el acto, me abrazó con la misma ternura de ese tiempo feliz y me contó que mi abuelo había construido una especie de carrito que arrastraba con la bicicleta, me sentaba sobre almohadones y desplegaba una capota o sombrilla para protegerme del sol. Mi asiento tenía techo.
Teresa junto a muchísimos turistas caminaba y tomaba fotografías desde distintos ángulos.
Ese momento en el que las bicicletas me conectaban con recuerdos rotos sentí que la atmósfera se había vuelto más densa, como impregnada de una presencia invisible, tan intensa, tan poderosa que suspiré hondo para volver al lugar del cual mi imaginación me había sustraído.
Solo recuerdos.
Imágenes vivas del pasado reinventado.
La memoria engaña. Completa esos agujeros de tiempo con lo mejor de nosotros. Como para que el pasado se vuelva menos lejano.
Llevaba en la bolsita del Jardín una pequeña cítara. Abuelo la llamaba guzheng, siempre me acompañaba, aún hoy la tengo en mi cuarto y una música remota suena misteriosamente en mis oídos.
Esos años fueron de inmensa alegría. Después pasamos momentos amargos. Viajar a China y volver. Nuevamente viajar y volver.
Estaba creciendo sin residencia.
En China me llamaban la argentinita, aquí era la china.
Teresa me dijo: —¡esto es impresionante!
Nos quedamos calladas. Pensé, tenía razón mi abuelo. Qué poca cosa son los recuerdos.
Teresa apartó la vista de la instalación mientras buscaba la billetera en su mochila.
Lentamente nos dirigimos hacia la puerta de la Fundación Proa. Sacamos las entradas y nos prendieron un sticker, sobre la blusa a mí, sobre el vestido a Teresa.
Al entrar al salón las esposas de madera me impactaron. No sabía nada sobre este artista chino. Después me enteré de su libertad mutilada y la violencia del poder que formaba parte de su biografía.
La instalación en la vereda de la Fundación Proa me hizo revivir una obra de Marcel Duchamp.
Las bicicletas, ese objeto cotidiano, estaba unido a mi infancia. Era el punto de encuentro entre el arte y la vida, entre el arte chino y el occidental. En definitiva entre mis abuelos, mis padres y mi nueva vida en Argentina.
Ai Weiwei me reveló el secreto de los materiales, el secreto de la tierra, el puente para restaurar memoria y pérdida.
El asombro desbordó todos los límites. “Semillas de girasoles” empleó a 1600 mujeres que produjeron cien millones de réplicas en cerámicas y que representan a las claras el trabajo silencioso y colectivo.La palabra “semillas” se metió con enérgica fuerza en todo mi cuerpo.
Fuimos recorriendo toda la muestra hasta que la mudez reclamaba poner palabras.
La tarde invitaba a caminar por las calles coloridas de La Boca.
Teníamos ganas de hablar sobre esas obras, sobre el amor y sobre la vida. Felices y despreocupadas mirábamos distraídas las fotos de Teresa.
El golpe en la espalda y la carrera del muchacho con mi mochila me paralizó. Me ardía el hombro y la blusa se manchó con sangre, después nada. Desperté en una cama del hospital Argerich. Teresa sostenía mi mano. —En un rato te dan el alta- Dijo.
Mientras hablaba de tiros, arrebato, policías cerré nuevamente los ojos para refugiarme en aquel cochecito que había fabricado mi abuelo, en su bicicleta y escuché el sonido del guzheng.
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