viernes, 19 de agosto de 2022

 

       De flores y otras hierbas por Gladys Velez




“A mitad de camino, la verdad va quedando atrás.”
                                                                                           Rodolfo Alonso





Me desperté como todos los días, la alegría de estar viva me llevó a la peluquería. Cuando volví dueña de buenos propósitos me dije voy a sentarme a escribir y la escritura tendrá que ver con algún objeto y en tercera persona. Al final me fui al jardín porque el día estaba muy lindo y me importaba acariciar mis plantas. Una “Alegría del hogar” roja había crecido entre dos baldosas del patio, lucía hermosa y pensé qué sensata cómo se acomoda a ese pequeño espacio. En eso estaba cuando el teléfono me sacó del estrenado asombro que me produjo descubrir esa plantita entre las baldosas. Era mi amiga Emma.

—Hola Guigui qué suerte que te encontré tenía ganas de contarte lo de la terapia grupal.

—Ah sí ¿cómo te fue?

—Bien, bien ya vamos por el tercer encuentro.

—Qué bueno

—Sí pero no sé hay cosas que me inquietan, tal vez el lugar, no sé.

—¿No queda cerca de tu casa?

—Sí, pero no es eso.

—Y ¿qué es entonces?

—Hay algo extraño, la casa es antiquísima y tiene una largo zaguán con mayólicas en las paredes, después tenés que atravesar un patio en donde hay un aljibe también revestido del mismo estilo que el zaguán y colgada en el balde una maceta con un helecho que a mí me parece que no es cauteloso para crecer. Debe ser que el lugar es umbrío y le gusta por eso, pero cada semana noto que se va adueñando de la reja del aljibe.

—Hay mucha humedad y si está al reparo es lógico que crezca.

—Vos a la distancia le encontrás lógica pero yo siento que aquí hay algo más.

—¿Hay gato encerrado, querés decir?

Emma se reía y yo me alegré de haberla sacado por un ratito de ese estado en donde su voz con timbre de angustia me llamó la atención en cuanto comenzó la charla.

—Bueno, mirá qué pavada lo que pasó ayer.

—¿Qué pasó?, contame.

—Estábamos trabajando con memoria remota y reciente. La terapeuta dijo que nombráramos una flor que nos gustara y ahí todos empezamos a nombrar flores. Entonces preguntó por qué nos gustaba esa flor que habíamos nombrado y cada uno se despachó a gusto. Fulana dijo que le gustaban las rosas porque su finado marido le regalaba rosas en sus cumpleaños y bla, bla, bla al fin terminó en un baño de lágrimas; después otra dijo que le gustaban las calas, porque cuando era chica, vivía en un pueblo donde el diablo perdió el poncho y había un zanjón en donde crecían solitas sin que nadie las ayudara y era muy conmovedor verlas tan blancas y erguidas en ese zanjón tan hostil, bueno, el único señor del grupo dijo que le gustaban las violetas silvestres porque perfumaban sin hacer alarde y contó que cuando era chico hacían picnic en el Parque Pereyra Iraola con los tíos y los primos, porque el tío tenía un Rastrojero y allí entraban todos. La madre de este hombre preparaba una canasta con empanadas de carne, la tía llevaba torta Pascualina cortada en cuadraditos, porque si la llevaba entera era un lío hacer las porciones iguales y dijo que para eso la preparaba en la asadera rectangular. El padre y el tío llevaban una damajuana de vino de la costa, un sifón de acero inoxidable “Drago” al que se le ponía gas con un cargador que al tipo le daba miedo y para los chicos llevaban “Bidú” y siguió contando sus anécdotas infantiles y todos aportaban algo y parecían todos encantados con el cuento de este sujeto que terminó como era de esperar con un ramito de violetas silvestres para la tía y para la madre por aquello de que “madre hay una sola” como en el cuento de Jaimito.

—Bueno che, no te burles pobre gente… ¿y vos que flor elegiste?

—Ahí viene el quid de la cuestión

—Dale Emma hacela corta. Elegí tulipanes.

Me reí con ganas pensando en una propaganda de preservativos y muy lejos no estaba del tema porque mi amiga siguió.

—Cuando la terapeuta me preguntó porqué había elegido tulipanes dije: Cuando me divorcié me fui a Ámsterdam (allí hubo un silencioso cambio de miradas entre Fulana y la otra) y proseguí: era abril, los primeros días de una posible primavera para Holanda y para mí. Seguí con mi relato por las calles de Volendam, los canales y cuando tropecé en la zona roja con el argentino que me cambiaría la vida por unos días, el clima en la sala de pensamientos positivos y terapias grupales era insoportable. Las mujeres cuchicheaban por lo bajo, observé que una codeaba a otra, el hombre se movía en la silla como si esta se hubiera poblado de alfileres. La terapeuta pidió silencio y una muchacha que estaba en recepción cuando entramos, pidió permiso para traerle un café. Cuando la chica con una mano en la bandeja y la otra sosteniendo la puerta quería entrar vi el helecho del patio que se derramaba voraz sobre las cerámicas rojas.

— ¿Y, qué pasó?

—Nada, no pasó nada. Pero me quedó una sensación de desasosiego muy incómoda. Como si hubiera brujas o no sé algo maléfico planeando en el ambiente. Con un gran esfuerzo sostuve la mirada de las mujeres, sintiendo que era muy difícil porque en realidad había esperado un desenlace amable, alguna sonrisa, pero no, me miraban como desaprobando mi relato.

—Hay mucho en la literatura de esas cosas fantásticas, te acordas de “Casa Tomada” ¿Viste la película “El Resplandor”?

—Sí, Guigui pero esto me está pasando a mí, no es ficción, lo del helecho me perturbó tanto como esos cambios de miradas, esas complicidades maliciosas.

Emma casi lloraba cuando me contaba esto.

—Bueno che, no le des tanta bola. ¿Hay gente joven en el grupo? No, son todos viejos que no tienen un pomo que hacer.

—Por eso, no te enamores de esos pensamientos, hacé la tuya, enamorate de lo que querés para vos y hacete bruja en la alquimia de los sentimientos.

—Ah, estamos en buen camino entonces.

—Por supuesto, en la medida en que podamos intercambiar historias de envidias, obstinaciones, fantasmas y otras yerbas perfeccionaremos también refranes como aquel que dice: “no dar por el pito más que lo que el pito vale” como dice nuestra querida amiga “cuando en realidad un pito es algo muy difícil de evaluar”.

—Che y lo del helecho ¿qué pensas?

—Que pasa mucha gente por ese lugar y están perturbando su zona sagrada.

— Pero Guigui, vos me dejás siempre así… con el final abierto… ¿y la verdad?
 —Seguí Emma no te quedés a mitad de camino porque no hay una verdad, cada uno tiene la suya y la otra la absoluta ya va quedando como los trapos viejos en el desván.

—Gracias Guigui qué bien me hizo charlar un ratito con vos ¿el sábado nos vemos en NorDelta?

—Sí, pero avivate brujita especificar el lugar fue al pedo. Chau.

Con una risita de felicidad me fui otra vez al jardín, pasé cerca de la “Alegría del hogar” y le dije gracias porque con tu compañía no necesito terapia de grupo, ahora me voy a mirar los helechos porque se están poniendo un poco arrogantes y no les voy a permitir que ahoguen a mis otras plantitas.

El día terminó como había empezado con la diferencia que no había escrito mi cuento en tercera persona.

Mirábamos la tele cuando como a las once de la noche sonó el teléfono.

Emma está internada, parece que se le fue la mano con los antidepresivos, pero ya salió. Dijo mi marido.




viernes, 12 de agosto de 2022



Lian Mei


 Teresa, mi amiga del secundario, me invitó a pasear por La Boca.
 El trabajo en el supermercado ese domingo había sido agotador. Mi padre advirtió mi cansancio y me dejó la tarde libre.
 La luz de enero ese día era alegre y se multiplicaba en el brillo de la instalación. “Forever Bicycles” era una obra monumental que se erguía audaz y cálida en la vereda frente a la Fundación Proa.
 Teresa sacaba fotos y más fotos; mientras mi espíritu vagaba transido por la visión de otra bicicleta.
 Hace años, cuando pequeña, mi abuelo me iba a buscar al Jardín maternal. El Jardín estaba en una calle con un nombre que me remitía a un cuento “El Dragón Dorado”. Esa época fue la más hermosa de mi infancia.
 Un día, no hace mucho, la directora del Jardín fue a comprar al supermercado, me reconoció en el acto, me abrazó con la misma ternura de ese tiempo feliz y me contó que mi abuelo había construido una especie de carrito que arrastraba con la bicicleta, me sentaba sobre almohadones y desplegaba una capota o sombrilla para protegerme del sol. Mi asiento tenía techo.
 Teresa junto a muchísimos turistas caminaba y tomaba fotografías desde distintos ángulos.
 Ese momento en el que las bicicletas me conectaban con recuerdos rotos sentí que la atmósfera se había vuelto más densa, como impregnada de una presencia invisible, tan intensa, tan poderosa que suspiré hondo para volver al lugar del cual mi imaginación me había sustraído.
 Solo recuerdos.
 Imágenes vivas del pasado reinventado.
 La memoria engaña. Completa esos agujeros de tiempo con lo mejor de nosotros. Como para que el pasado se vuelva menos lejano.
 Llevaba en la bolsita del Jardín una pequeña cítara. Abuelo la llamaba guzheng, siempre me acompañaba, aún hoy la tengo en mi cuarto y una música remota suena misteriosamente en mis oídos.
 Esos años fueron de inmensa alegría. Después pasamos momentos amargos. Viajar a China y volver. Nuevamente viajar y volver.
 Estaba creciendo sin residencia.
 En China me llamaban la argentinita, aquí era la china.
 Teresa me dijo: —¡esto es impresionante!
 Nos quedamos calladas. Pensé, tenía razón mi abuelo. Qué poca cosa son los recuerdos.
 Teresa apartó la vista de la instalación mientras buscaba la billetera en su mochila.
 Lentamente nos dirigimos hacia la puerta de la Fundación Proa. Sacamos las entradas y nos prendieron un sticker, sobre la blusa a mí, sobre el vestido a Teresa.
 Al entrar al salón las esposas de madera me impactaron. No sabía nada sobre este artista chino.   Después me enteré de su libertad mutilada y la violencia del poder que formaba parte de su biografía.
 La instalación en la vereda de la Fundación Proa me hizo revivir una obra de Marcel Duchamp.
 Las bicicletas, ese objeto cotidiano, estaba unido a mi infancia. Era el punto de encuentro entre el arte y la vida, entre el arte chino y el occidental. En definitiva entre mis abuelos, mis padres y mi nueva vida en Argentina.
 Ai Weiwei me reveló el secreto de los materiales, el secreto de la tierra, el puente para restaurar memoria y pérdida.
 El asombro desbordó todos los límites. “Semillas de girasoles” empleó a 1600 mujeres que produjeron cien millones de réplicas en cerámicas y que representan a las claras el trabajo silencioso y colectivo.La palabra “semillas” se metió con enérgica fuerza en todo mi cuerpo.
 Fuimos recorriendo toda la muestra hasta que la mudez reclamaba poner palabras.
 La tarde invitaba a caminar por las calles coloridas de La Boca.
 Teníamos ganas de hablar sobre esas obras, sobre el amor y sobre la vida. Felices y despreocupadas mirábamos distraídas las fotos de Teresa.
  El golpe en la espalda y la carrera del muchacho con mi mochila me paralizó. Me ardía el hombro y la blusa se manchó con sangre, después nada. Desperté en una cama del hospital Argerich. Teresa sostenía mi mano. —En un rato te dan el alta- Dijo.
 Mientras hablaba de tiros, arrebato, policías cerré nuevamente los ojos para refugiarme en aquel cochecito que había fabricado mi abuelo, en su bicicleta y escuché el sonido del guzheng.